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viernes, 2 de mayo de 2014

XXIV

De camino a la estación, Cristock pensaba en voz alta. —¿Por qué no habré traído una pala...? Menudo científico de pacotilla.— Las tripas le hacían ruido. —Y algo de comer. Tengo que traer un bocata y bebida. Qué más...— Se notaba cansado aún a pesar de no haber hecho gran cosa. —¿Y qué voy a hacer con los huesos en cuanto los encuentre? Necesito una bolsa también. Más bien grande, o una mochila quizás.—

Ya ve la estación a lo lejos. —Por fin... Mañana tengo que venir más temprano. ... Igual me paso todo el día buscando y no encuentro nada. Pero qué estoy diciendo…¿? ¡Si lo más lógico es que no encuentre absolutamente nada! Será posible que hasta ahora no haya pensado en esa posibilidad…¿?—

En cuanto llegó a la estación de tren pidió rápidamente una cerveza en el bar y se bebió una buena parte del bote sin respirar. —Seis segundos.— Una de las muchas manías de Cristock consistía en, cuando tenía mucha sed, contar el tiempo que tardaba en beber cierta cantidad de líquido. Inesperadamente un señor del bar le interrumpió; también había contado los seis segundos que Cristock ha tardado en beber el ya célebre trago y se lo hizo saber en voz alta, muy alta. Cristock se giró para ver de quién se trataba. Un hombre corpulento, de extraña figura. Con barba aunque de poca espesura. Su caminar y su gestualidad general eran rústicos, demasiado cacareados incluso. Se trataba de un español de la zona. Un gallego. Cristock no sabía su idioma, así que intentó comunicarse mediante un par de gestos y algún monosílabo inglés. Pero, para su sorpresa, el paisano le respondió en su dialecto. Su pronunciación españolizada y su marcado acento gallego dificultaban a Cristock la comprensión de sus palabras, pero era igualmente suficiente para atreverse a pensar en una de sus traviesas propuestas.


Aprovechó un momento en que el camarero no estaba presente y le preguntó al buen hombre, sin ningún preámbulo, si estaría dispuesto a trabajar para él. Ante la desconfianza del gallego, y para mantener el asunto en secreto, Cristock le pidió que lo acompañase afuera, al andén de la estación. Allí le contó lo que debía hacer: conseguir el material para la excavación y ayudarle en dicho proceso. Le enseñó lo primero que encontró en su cartera, con el fin de impresionarlo y convencerlo. Sacó un carnet del club de astrofísicos. —Me llamo Cristock Earl.— El gallego permaneció impasible, desinteresado, como queriendo algo más de Cristock. Así que éste le plantó un billete de los grandes en su mano. Una mano que llamó fugazmente la atención de Cristock por lo estilizada que resultaba en comparación con la rudeza general del hombre. —Esto es sólo un adelanto. Te daré otro de estos en cuanto de presentes aquí mañana a las ocho. Y otros dos más al terminar la jornada. … ¿Cómo te llamas?— Su nombre, además de poco hispano, sonaba aún más varonil que sus ademanes. Parecía que se lo hubiera inventado en el momento. —Muy bien, Rocco. Nos vemos mañana.—

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